Me contaron que un profesor de mi juventud murió en "olor de santidad". Y como botón de
muestra me expusieron que, en sus últimos días, pedía la presencia de su
confesor continuamente.
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Menos mal que yo había conocido a aquel santo
dominico y sabía de su serenidad, de su dulzura, de su paciencia, de su entrega
y disponibilidad, de su alma llena de músicas, de su callada aceptación de la
enfermedad. Todo eso sí son signos de santidad. Pero no el que pidiera
compulsivamente un confesor en sus horas póstumas.
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Esto último era el desvarío de la "culpa" sicológica con que nos han educado a muchos, el
peso del pecado como "ofensa a Dios", que puede llegar a
desequilibrar a una persona hasta límites insospechados. Podría también ser la
fiebre de un "perfeccionismo patológico"
que es un desequilibrio más emparentado con el orgullo que con la virtud.
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¡Qué bueno fue irme saliendo de esa cadena de plomo
y descubrir que el "pecado" no es ni puede ser una ofensa a Dios! Sencillamente porque
no le podemos alcanzar ni herir de ningún modo. Es absurdo pensar que quien se
aleja de tierra firme está ofendiendo a la costa. Tan solo se adentra, bajo su
responsabilidad, en los imprevisibles peligros del mar. Además, para que haya
ofensa, debe haber un ofendido. Y he aquí que nuestro Dios, el Abba evangélico,
no podría ofenderse jamás porque su esencia es amar y perdonar.
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Y, si no podemos alcanzarle ni hacer que se ofenda,
entonces es totalmente ridículo pensar que su venganza será terrible, que nos responderá
con rayos y truenos, enfermedades o terremotos, como creían nuestros ancestros
y tal vez muchos mortales de hoy. Esa es una imagen antropológica de un
inexistente "dios castigador". El Dios
verdadero, el revelado en el Evangelio y el que late en nuestro corazón, no
puede ser más que Amor, gratuito e infinito, derramándose en sus creaturas
racionales y libres, semejantes al Padre que las engendró.
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Del uso de esa racionalidad y libertad dependerán
los resultados de nuestra vida. Por tanto, deberíamos hablar más de "responsabilidad" que de "culpabilidad".
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La primera ley que nos deberían enseñar es la "ley de la
causalidad", a tal
causa tal efecto.
Si nos dedicamos a apedrear nuestro tejado, no podemos pensar que Dios nos
castiga con goteras (piénsese en el maltrato a la madre Tierra, por ejemplo).
Si no cuidamos nuestro cuerpo y respetamos su naturaleza, no podremos acusar al
Cielo de las enfermedades consiguientes. Si no sembramos, no tendremos cosecha.
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Y así sucesivamente. Con la salvedad de que la creatura humana tiene comienzo pero no tiene
fin y las "consecuencias" pueden llegar tras la muerte. El que llega "inmaduro" tendrá que pasar por la incubadora,
eso que llamamos "purgatorio" e "infierno", que no sabemos en qué consisten. Solo
sabemos que son la "consecuencia"
de nuestra irresponsabilidad e inmadurez humanas. Y deducimos, con toda lógica,
que de errores "temporales" no pueden
derivarse consecuencias "eternas",
sino limitadas y proporcionadas.
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Para ser "responsables" (reconocer y aceptar las consecuencias de nuestra
conducta) tenemos que partir de nuestra naturaleza humana, es decir, de que
tenemos inteligencia, voluntad y libertad. Si nos alejamos de esa realidad y
nos comportamos como animales (nuestra otra naturaleza) no podremos quejarnos
de terminar enjaulados, cazados o abatidos.
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Todos nuestros "pecados" no son más que quebrantos de nuestra humanidad con los que nos
causamos "daño" o hacemos "daño" a otros. Y ese "daño"
tendrá para el causante consecuencias más o menos graves, permanentes o
fugaces, visibles o invisibles, según la gravedad y persistencia del "daño" causado. Otra vez la "ley de la causalidad", así de sencillo. No sé si
esta lección básica se nos enseña suficientemente o se nos sigue amedrentando
con una supuesta "culpa" por ofender a
un Ser divino, invisible, inalcanzable y etéreo.
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Y, para ser "responsables",
no basta ser coherentes con los dones genéricos citados. También hay que descubrir, y ayudar a descubrir, nuestros dones
específicos, nuestras personales potencialidades. Cada uno
nacemos con un perfil personal, con unas capacidades que desarrollar, con una
combinación de dones personalizada y distinta de los otros. Son como las
huellas dactilares de nuestro ser, de nuestro fondo preciosísimo, "nuestros talentos" los llama el Evangelio.
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Los cristianos hemos descuidado la búsqueda de ese "caudal humano
positivo" y su enorme
energía.
Y nos hemos dedicado a cazar y clasificar pecados como quien colecciona
mariposas. Nos hemos anclado en "lo negativo",
en los conceptos judaicos de culpa y ofensa divina, superables solo con castigo
o expiación. Hemos inventado incluso la autoagresión como medio para satisfacer
a un "dios sediento de sangre y dolor".
¡Guías ciegos! (Mt XXIII, 16) ¡Pero
qué sabio es el Evangelio!
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Lo primero que deberíamos enseñar a nuestros hijos
es a descubrir su rica personalidad, sus íntimas aspiraciones, sus dones
individuales, sus talentos. Desde ahí podrán vislumbrar una básica y
consecuente religiosidad: agradecer, adorar, admirar a ese Ser que se derramó
en el arco iris de su alma. Porque, hijos míos, vuestros padres no os dimos más
que un cuerpo, con todas sus fragilidades y condicionamientos genéticos. Pero
las sublimes potencialidades humanas que portáis dentro no son obra nuestra.
Tan solo contribuimos dándoos un "ambiente humano"
propicio para que se desarrollaran.
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Cuando les hablemos de "pecado" hay que explicarles muy bien que pecado es "hacer daño" a uno mismo o a otros. Y que esos "daños" (pecados) provienen de no utilizar y
desarrollar las capacidades humanas que se nos han dado para hacernos felices y
hacer felices a los demás.
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Cuando les hablemos de arrepentimiento o
conversión y del correspondiente Sacramento, habrá que
empezar por concienciarles de la naturaleza humana "positiva" que todos portamos dentro. Solo desde ahí, desde las
luces, podremos descubrir las sombras, las omisiones, los daños que nos hemos
infligido a nosotros mismos y a otros.
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Eso les introducirá en la "responsabilidad" más que en la "culpabilidad" de romper unas cuadrículas aprendidas. Eso les llevará al
convencimiento práctico de que solo el desarrollo personal, el cultivo de los
talentos, nos acercará a la felicidad y aportará felicidad a los demás.
No es verdad que nuestro ser esté empecatado o
nazcamos corrompidos. Nacemos con un "fondo positivo"
indescriptible, con libertad y capacidad de discernir. Aunque soportemos la
cáscara de una naturaleza animal instintiva y frágil.
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Cuanto he escrito hoy ha surgido tras la lectura de
este correo-e de un lector:
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Querido Jairo: Llevo mucho tiempo callado, pero hoy no puedo reprimir mi alegría al leerte rque me he empapado del capítulo "El Dios que me habla" de tu libro "Meditaciones desde la calle". No puedo sino darte nuevamente mil gracias por pasar por estos "sotos" con presura... Gracias porque conforme iba leyendo me iba inundando una paz, una alegría interior que me ha hecho sentir bien. Me he sentido en muchos pasajes perfectamente retratado. Me has puesto frente a mis miedos, frente a mis temores más íntimos y me has soltado en manos de un Amor que siempre ha estado ahí.
Querido Jairo: Llevo mucho tiempo callado, pero hoy no puedo reprimir mi alegría al leerte rque me he empapado del capítulo "El Dios que me habla" de tu libro "Meditaciones desde la calle". No puedo sino darte nuevamente mil gracias por pasar por estos "sotos" con presura... Gracias porque conforme iba leyendo me iba inundando una paz, una alegría interior que me ha hecho sentir bien. Me he sentido en muchos pasajes perfectamente retratado. Me has puesto frente a mis miedos, frente a mis temores más íntimos y me has soltado en manos de un Amor que siempre ha estado ahí.
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El lastre del "dios
castigador", que muchos católicos llevamos, es un lastre tan
asumido que muchas veces hasta lo veo como normal. Siempre machacándome,
siempre en estado de continua insatisfacción, siempre bajo la sombra de la
culpa.
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Hace poco me di cuenta del dolor que nos han
generado nuestros educadores católicos. No quiero cebarme con ellos, no. Sé que
intentaron hacerlo lo mejor que sabían.
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Pero su inmovilismo, su falta de búsqueda, su
bloqueo mental y ausencia de evolución, ésa que sueles mencionar en tus
escritos, quizás fueron las causas de unas orientaciones dañinas.
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Se me hizo evidente cuando mi hija, una niña
feliz, responsable, bien educada, asistía a la catequesis y súbitamente se
volvió triste. Una noche la descubrimos su madre y yo llorando en su cama
porque el catequista la había hecho "ver" sus "pecados". Estaba angustiada. Gracias al amor, la
paciencia y las explicaciones de su madre, las cosas no pasaron a mayores...
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Pero esa vez, te lo aseguro, sí me dolió. Me
dolió por ella y por mí que llevo todavía clavada la "culpa" en mi subconsciente. Yo había arrastrando
esa sensación durante mucho tiempo, me veía reflejado en ella, pero no tuve
tanta suerte. Nadie me habló de crecimiento, de lo positivo que llevo dentro,
de responsabilidad y agradecimiento al Padre. Pero sí de culpas, de pecados, de
ofensas a Dios, de castigos eternos, de penitencias reparadoras, de sacrificios
expiatorios...
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Aquel sentimiento lo interioricé y así hasta
hoy en que no he logrado anular al "dios del mazo"
ante el que me siento vulnerable e indefenso. De vez en cuando ese viejo
sentimiento me asalta, me atrapa y es un lastre, un dolor, un temor, que me
impiden acercarme al Dios Amor del que nos escribes permanentemente.
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Por eso tu libro y ese capítulo en particular
ha sido un racimo de alegrías. Gracias y que el Dios Amor te siga bendiciendo
porque está claro que, con el cultivo de ese tu don, todos ganaremos. Un abrazo
con todo mi agradecimiento.
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La experiencia de este lector es muy común. Muchos padecemos temores y dudas muy parecidos, aún permaneciendo fieles a nuestra Iglesia. Pero hay otros muchos -deberíamos darnos cuenta- que han rechazado a la Iglesia como autodefensa ante una "culpabilidad" que no les deja vivir, ante unos juicios de "gente de iglesia" que les han estigmatizado o hundido. Es la escandalosa "contradicción de los buenos".
La experiencia de este lector es muy común. Muchos padecemos temores y dudas muy parecidos, aún permaneciendo fieles a nuestra Iglesia. Pero hay otros muchos -deberíamos darnos cuenta- que han rechazado a la Iglesia como autodefensa ante una "culpabilidad" que no les deja vivir, ante unos juicios de "gente de iglesia" que les han estigmatizado o hundido. Es la escandalosa "contradicción de los buenos".
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¿Aprenderemos algún día a vivir en positivo,
a hablar de responsabilidad, de causalidad, de cultivar los talentos?
¿Llegaremos a fijarnos en lo positivo que hace crecer a las personas sin
juzgar, tan solo ayudar?
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Me atreveré a repetir: Nuestra religión cristiana es una religión humanizadora, positiva,
luminosa y alegre. Huid de quien os predique lo contrario.
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