El elemento extraño a la realidad tangible,
visible, palpable, demostrable, que es el
hecho religioso, es además un elemento que divide. Porque rompe
la homogeneidad de lo real. En cuanto que fractura, divide y separa “lo
sagrado” de “lo profano”. Por eso, hay espacios sagrados (los templos...) y
espacios profanos (la calle, la casa, el campo...). Como también hay tiempos
sagrados (tiempo de oración, tiempo de celebración, cuaresma, Pascua,
Ramadán...) y tiempos profanos (tiempo de trabajo, de descanso, de diversión...).
Hay, además, personas sagradas (sacerdotes...) y personas profanas (los
laicos). Hay objetos sagrados (un crucifijo, una patena...). Y objetos profanos
(un vaso, una silla...).
.
Pero ocurre que la religión no solamente divide, sino
que además privilegia. Es decir, donde se hace presente el
hecho religioso, por eso mismo se fractura la homogeneidad de lo real. Y
además, la misma creencia que rompe la homogeneidad de la realidad, además de
eso, carga la mano a favor de lo sagrado. Y establece una desigualdad
insalvable. Porque, en la misma medida en que la creencia se intensifica, en
esa misma medida la desigualdad se agranda. Por poner algunos ejemplos muy
sencillos: cuando entramos en un templo, bajamos la voz o incluso nos quedamos
en silencio; si estamos ante un difunto, ante una imagen sagrada..., callamos,
agachamos la cabeza, nos componemos la vestimenta... En las personas que tienen
fe, estos comportamientos son inevitables, son “lo que tiene que ser”.
.
La consecuencia, que todo esto entraña, es
que, en los países en los que está fuertemente implantada la religión, por eso
mismo en tales países se implantan también no pocas desigualdades. Y la
religión reclama privilegios que no están al alcance de quienes se consideran y
se declaran laicos. Lo que, en importantes ámbitos de la vida y de la
convivencia, es origen de enfrentamientos, rivalidades, conflictos, problemas
económicos, políticos, sociales, etc.
.
Lo más original del cristianismo está en que,
según los evangelios, Jesús
no quiso nunca privilegios. Ni soportó desigualdades. Y por eso
se enfrentó a los “hombres de la religión”, que había en aquel tiempo y en
aquel pueblo. Es más, Jesús se puso de parte de los samaritanos, de los
extranjeros, de los pecadores, de los publicanos, de los más pequeños, de los
últimos, de las mujeres y de los niños. No para darles la limosna que
tranquiliza la conciencia, sino para que los menos apreciados por la religión
tuvieran la igualdad en dignidad y derechos, que, en nombre de “lo sagrado”, se
les había quitado. Cuando la religión divide, eso no es religión, sino
“anti-religión”. Y si no hay otra manera de vivir una religión que nos una a
todos, habrá que inventar otra manera de poner en práctica el Hecho Religioso.
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