En sus tiempos, San
Agustín, tuvo que combatir, entre otras, una herejía difundida en el seno de la
Iglesia por algunos autores, que para nosotros son anónimos, llamados los
misericordiosos por sus opiniones (V. Bartman, Manuale di teologia dogmatica,
Vol. I, pág. 230 y Vol. III, págs. 403 y ss).
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Fundándose en las Sagradas Escrituras, que exaltan la misericordia de Dios inmensa y universal, los misericordiosos llegaron a negar la existencia del infierno.
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A San Agustín no le fue difícil hacer notar que los puntos de las Escrituras alegados por aquellos heréticos, se refieren todos a la vida presente y ninguno al más allá; y que, por consiguiente, no son absolutos al excluir el juicio final, personal y universal, a partir de las diferentes suertes de salvación y de perdición que, en la Eternidad, les aguardan a los buenos y a los reprobados.
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Es indudable que Moisés, los profetas y los salmos proclaman, continuamente, la misericordia de Dios; y que nuestro señor Jesucristo, Verbo Encarnado, la ha ilustrado con conmovedoras parábolas (el hijo prodigo, la oveja perdida, etc.); y la ha practicado personalmente con los pecadores (Mateo, la Magdalena, Zaqueo, el buen ladrón, etc.). Sin embargo, la misericordia de la que hablan el Antiguo y el Nuevo Testamento, no es una misericordia incondicional: presupone siempre la conversión del pecador (“se hace más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepiente…”). Por tanto, Dios no es un Deus dimidiatus: su misericordia no excluye su justicia.
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«¿Dios es amigo de los hombres? ,– escribe san Juan Crisóstomo-, Sí, pero es también un juez justo. ¿Perdona los pecados? Sí, pero da a cada uno según sus obras. ¿Olvida la iniquidad? Sí, pero también la castiga. ¿No hay en estas cosas una contradicción? No, si distanciamos estos hechos en el tiempo».
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«Aquí abajo Él borra las culpas por el bautismo y la penitencia, pero las castiga en el otro mundo con el fuego y los tormentos» (Homilía en la Epístola a los efesios, 4, 10). Por eso, San Agustín, puede oponerse a las tesis escriturales citadas por los misericordiosos; aquellas tesis que amenazan con castigos eternos a los pecadores que no se arrepientan. Y Santo Tomas explica (S. TH., Suppl. Q. 99 a. 2, ad 1) que: «Dios, por cuanto está en Él, tiene misericordia para todo, [pero], su misericordia, porqué esta ordenada de su sabiduría, no se extiende a aquellos que se han hecho indignos de misericordia».
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¿Qué dirían los padres y los doctores de la Iglesia, de la actual e insípida “misericordia” que se quiere extender, también, a los impenitentes?
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Fundándose en las Sagradas Escrituras, que exaltan la misericordia de Dios inmensa y universal, los misericordiosos llegaron a negar la existencia del infierno.
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A San Agustín no le fue difícil hacer notar que los puntos de las Escrituras alegados por aquellos heréticos, se refieren todos a la vida presente y ninguno al más allá; y que, por consiguiente, no son absolutos al excluir el juicio final, personal y universal, a partir de las diferentes suertes de salvación y de perdición que, en la Eternidad, les aguardan a los buenos y a los reprobados.
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Es indudable que Moisés, los profetas y los salmos proclaman, continuamente, la misericordia de Dios; y que nuestro señor Jesucristo, Verbo Encarnado, la ha ilustrado con conmovedoras parábolas (el hijo prodigo, la oveja perdida, etc.); y la ha practicado personalmente con los pecadores (Mateo, la Magdalena, Zaqueo, el buen ladrón, etc.). Sin embargo, la misericordia de la que hablan el Antiguo y el Nuevo Testamento, no es una misericordia incondicional: presupone siempre la conversión del pecador (“se hace más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepiente…”). Por tanto, Dios no es un Deus dimidiatus: su misericordia no excluye su justicia.
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«¿Dios es amigo de los hombres? ,– escribe san Juan Crisóstomo-, Sí, pero es también un juez justo. ¿Perdona los pecados? Sí, pero da a cada uno según sus obras. ¿Olvida la iniquidad? Sí, pero también la castiga. ¿No hay en estas cosas una contradicción? No, si distanciamos estos hechos en el tiempo».
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«Aquí abajo Él borra las culpas por el bautismo y la penitencia, pero las castiga en el otro mundo con el fuego y los tormentos» (Homilía en la Epístola a los efesios, 4, 10). Por eso, San Agustín, puede oponerse a las tesis escriturales citadas por los misericordiosos; aquellas tesis que amenazan con castigos eternos a los pecadores que no se arrepientan. Y Santo Tomas explica (S. TH., Suppl. Q. 99 a. 2, ad 1) que: «Dios, por cuanto está en Él, tiene misericordia para todo, [pero], su misericordia, porqué esta ordenada de su sabiduría, no se extiende a aquellos que se han hecho indignos de misericordia».
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¿Qué dirían los padres y los doctores de la Iglesia, de la actual e insípida “misericordia” que se quiere extender, también, a los impenitentes?
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