El teólogo y biblista Ariel Álvarez Valdés acaba de publicar un artículo en la revista Criterio del mes de marzo, donde afirma que Jesús habría hecho un milagro a un homosexual, sin inmiscuirse en su vida privada, ni censurarlo por su actitud.
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A lo largo de su escrito, el reconocido
exegeta realiza una interpretación del milagro de Jesús al centurión de
Cafarnaúm, tal como aparece en el Evangelio de Mateo, y analiza el trasfondo de
los términos griegos empleados en la narración, concluyendo que el joven por el
cual el militar solicita un milagro era su pareja.
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Luego compara este mismo relato con las
versiones paralelas del milagro en los Evangelios de Lucas y de Juan,
resaltando los numerosos cambios que debieron realizar estos otros autores.
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El artículo analiza la composición tanto del
ejército romano como del ejército herodiano, que estaban asentados en Palestina
en tiempos de Jesús, y aporta testimonios literarios extrabíblicos sobre la
vida de los centuriones.
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Aduce también importantes testimonios
arqueológicos que refrendan su postura.
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Finalmente el Dr.
Álvarez Valdés concluye que la Iglesia ha condenado injustamente a los
colectivos homosexuales en nombre de Jesús de Nazaret, algo que no se desprende
de los Evangelios.
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¿HIZO JESÚS UN MILAGRO A UN HOMOSEXUAL? (por Ariel Álvarez Valdés)
¿HIZO JESÚS UN MILAGRO A UN HOMOSEXUAL? (por Ariel Álvarez Valdés)
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Las iglesias cristianas suelen condenar de
manera terminante la práctica homosexual. La consideran un acto intrínsecamente
desordenado e inaceptable. El Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, por
ejemplo, la califica de grave depravación, y de triste consecuencia del rechazo
a Dios (Nº 2357). Y algunos teólogos protestantes, como Kart Barth, la han
llamado “fenómeno perverso” y “una inversión del orden natural de la creación”.
A su vez, todos dicen oponerse a ella basándose en la Biblia.
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Ahora bien, resulta curioso que en los
Evangelios no exista ninguna frase o enseñanza de Jesús sobre el tema, algo
sumamente llamativo porque la homosexualidad era un fenómeno bastante extendido
en la cultura greco-romana de su tiempo. Los poetas la ensalzaban en sus obras;
la sociedad la toleraba como un hecho habitual; y Palestina estaba rodeada e
impregnada de esa cultura. Basta ver un mapa del país para comprobar que
existían unas 30 ciudades griegas en su territorio.
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¿Cómo
es que Jesús no opinó o aludió nunca a esa cuestión?
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Un número creciente de biblistas, como T.
Horner (1978), M. Gray-Fow (1986), G. Theissen (1987), D. Mader (1992), J. E.
Miller (1997), T. D. Hanks (2000), T. Jennings (2004), T. Benny Liew (2004), R.
Goss, y X. Pikaza (2006), sostienen que no hallamos en los Evangelios
referencias a ella porque Jesús nunca condenó expresamente la homosexualidad. Y
para ilustrarlo, afirman que una vez le hizo un milagro a un homosexual sin
cuestionar su condición. El favorecido fue un centurión de Cafarnaúm (Mt VIII,5-13).
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Tierra
de dos gobiernos
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Este hombre es uno de los personajes más
impresionantes del Evangelio. Se trata del único militar que acude a Jesús. El
único que le pide un milagro a distancia. El único que le contó una parábola. Y
el único al que Jesús alabó por tener la fe “más grande” de todo Israel (Mt VIII,10), colocándolo así por encima de sus discípulos y de la virgen María.
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El relato comienza diciendo que cierto día en
que Jesús se hallaba en Cafarnaúm, se le acercó un centurión para rogarle:
“Señor, mi muchacho está en casa enfermo de parálisis y sufre terriblemente”
(Mt VIII, 6).
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En aquella época, Palestina contaba con dos
clases de ejércitos. Uno era el de Roma, ya que el país estaba sometido a su
dominio desde hacía muchos años. El Nuevo Testamento menciona a varios de sus
integrantes: el soldado (Mc XV,16), el centurión (Mc XV,39), el tribuno (Jn XVIII,12), la cohorte (Jn XVIII,3), la caballería (Hch XXIII,23). Todos ellos dependían
del gobernador romano Poncio Pilato.
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Pero Pilato sólo administraba el centro y sur
del país (Samaria, Judea e Idumea), y sólo allí estaban sus tropas, mientras
que el milagro de Jesús ocurrió en Cafarnaúm, es decir, al norte. Por lo tanto,
este militar no pertenecía al ejército de Pilato. Formaba parte del regimiento
provinciano de Galilea, que protegía esa región, y dependía del tetrarca
Herodes Antipas. Aunque más modesto y reducido que el romano, estaba organizado
a semejanza de éste, tanto en su estructura, como en su jerarquía y su
disciplina. Sus integrantes eran en su mayoría paganos, y de cultura griega. De
hecho, Mateo indica expresamente que el militar que fue a verlo no era judío
(Mt VIII,10).
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Ni hijo
ni sirviente
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Este oficial tenía el grado de “centurión”.
Así se llamaban los que estaban al frente de una centuria, es decir, cien
soldados. Tenía, pues, una categoría alta dentro del ejército herodiano.
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La presencia de un funcionario de esa
jerarquía en Cafarnaúm es comprensible. La ciudad se hallaba en la frontera
internacional, a sólo 5 kilómetros del límite entre Galilea y Galaunítide. Además,
la atravesaba una de las rutas comerciales más importantes del país. Por eso
estaba protegida por una centuria. El centurión era la máxima autoridad civil
de la ciudad.
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Según Mateo, el militar se presentó ante
Jesús y le rogó que curara a un joven paralítico que estaba en su casa y sufría
mucho. ¿Quién era el enfermo? Mateo no lo dice. Sólo lo identifica con la
palabra “páis”, término griego que significa “joven”, “muchacho”. Algunas
Biblias lo traducen por “sirviente”. Pero es un error, porque cuando Mateo se
refiere a un sirviente usa la palabra “doúlos”. Así por ejemplo, en este mismo
episodio el centurión le dice a Jesús: “cuando le pido a mi sirviente
(doúlos) que haga algo, lo hace” (v.9). Evidentemente el muchacho no era un
sirviente. Otras Biblias prefieren traducirlo por “hijo”. Pero tampoco es
correcto, porque Mateo para hablar de un hijo emplea el término “houiós”, como
se ve también en este episodio (v.12). Nunca, de las 26 veces que Mateo utiliza
la palabra “páis”, se refiere a un “hijo”.
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Existe además una razón histórica que impide
traducirlo por “hijo”. Y es que los centuriones tenían prohibido casarse y
tener hijos mientras prestaban servicio en el ejército. Sabemos que hacia el
año 13 a.C. el emperador Augusto prohibió mediante una ley a los soldados que
estaban por debajo del grado de oficiales senatoriales y ecuestres (incluidos
los centuriones) tomar esposa y formar una familia. La prohibición fue
levantada en el 197 d.C. por el emperador Septimio Severo. Por lo tanto, el
muchacho paralítico no podía haber sido hijo del centurión.
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Por un
sueldo superior
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Si el joven enfermo no era ni sirviente ni
hijo del centurión, ¿qué relación tenía con él? Existe un tercer sentido de la
palabra “páis” (muchacho), conocido gracias a los estudios de la literatura
clásica, y es el de “amado” o “favorito” en una relación homosexual. Se lo
llamaba “muchacho” afectuosamente, aun cuando fuera adulto.
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En efecto, historiadores griegos como
Tucídides (s.V a.C.), Jenofonte (s.IV a.C.), Calímaco (s.III a.C.), Polieno
(s.II a.C.) y Plutarco (s.I), cuentan cómo ya en aquel tiempo los comandantes
griegos solían tener sus jóvenes amantes (“páis”) dentro del ejército, con los
cuales convivían. Algunos describen incluso las peleas que a veces se daban
entre los oficiales por “algún muchacho bello en el que un soldado había puesto
su corazón”. Otros autores e historiadores romanos como Plauto (s.III a.C.),
Valerio Máximo (s.I), Marcial (s.I) y Tácito (s.II) narran historias de
oficiales de la legión romana que tenían soldados como amantes, y dan hasta los
nombres de ciertos centuriones afectos a esas prácticas.
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El término “páis”, pues, en el ambiente
castrense antiguo, era comúnmente utilizado para referirse al joven amante de
una pareja homosexual.
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Que semejante práctica se hallaba muy
extendida, lo confirma un reciente estudio arqueológico realizado en un
campamento romano del siglo I, en Vindolanda (Inglaterra). Los restos hallados
en algunas de las habitaciones excavadas, han llevado a los arqueólogos a
exclamar que éstas se asemejaban más a un burdel masculino que a un cuartel.
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Esto corrobora que en el ejército romano (y
sin duda también en el de Herodes) los centuriones y demás superiores convivían
con jóvenes amantes; lo cual les era facilitado porque recibían una paga
superior a la del resto de los soldados, y dormían en cuarteles más amplios.
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Fuera
de casa es mejor
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Es posible, entonces, que el joven por el que
viene a interceder el centurión sea su propia pareja. Si esto es así, se aclara
un detalle difícil de explicar, y es por qué un militar de su rango se toma el
trabajo de ir personalmente a implorar a Jesús por un simple sirviente. Pero al
ser una persona afectivamente importante para él, la dificultad desaparece.
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También se aclara otro punto oscuro del
relato, y es la negativa del centurión a que Jesús vaya a su casa. En efecto,
cuando Jesús quiere ir a curar al enfermo, sorpresivamente el centurión se lo
impide y le dice: “Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo; basta
que digas una palabra y mi muchacho se sanará” (Mt VIII, 7-8).
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¡Qué reacción tan insólita! Todo el mundo
quería que Jesús tocara a sus enfermos y les impusiera las manos. Algunos
incluso los llevaban cargando con grandes sacrificios, como los cuatro amigos
que descolgaron por el techo a un paralítico (Mc II, 1-12), o el padre que llevó
a su hijo en medio de convulsiones (Mc IX, 14-27). Y cuando era imposible
llevarlo, le pedían que Jesús fuera a su casa, como Jairo cuando se moría su
niña (Mc V, 21-24), o la mujer griega con su hijita endemoniada (Mc VII, 24-26).
Pero que alguien se oponga a que Jesús vaya a ver a un enfermo, es algo
inaudito en el Evangelio. ¿Qué razón poderosa movió al centurión a obrar de esa
manera?
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Según sus propias palabras, él no era digno.
Pero no explica porqué. Ahora bien, sólo una razón de tipo moral puede
justificar semejante indignidad. Y debió de haber sido la vergüenza de llevar a
Jesús a donde convivía con su joven amante, sabiendo que los judíos rechazaban
enérgicamente la práctica de la homosexualidad.
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Que lo
arregle una embajada
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La versión de este milagro, que encontramos
en el Evangelio de Lucas, reafirma en cierto modo tal interpretación (Lc VII, 1-10). Este evangelista, al contar el episodio, debió hacerle algunos cambios
para evitar el escándalo de sus lectores.
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En primer lugar, viendo que la palabra “páis”
(“joven”) tenía connotaciones sexuales, prefirió reemplazarla por el término
griego “doúlos”, presentando así al joven como “sirviente” del centurión. Pero
con este cambio creó un problema: ¿cómo era posible que un militar de su
categoría se interesara por un simple esclavo?
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Para solucionarlo, añadió que era un
sirviente “muy querido” (v.2). Además agravó la enfermedad del muchacho: en vez
de decir que estaba paralítico, dijo que se estaba muriendo (v.2). Con todo esto,
pretendía justificar la urgencia del centurión. Pero de nuevo uno se pregunta:
¿por qué quería tanto a su sirviente, al punto de abandonar sus obligaciones
militares e ir personalmente a buscar a alguien que lo curara?
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Comprendiendo la nueva dificultad que había
provocado, decidió hacer un segundo cambio y decir que no fue el centurión
quien salió a buscar a Jesús, sino que mandó una delegación de judíos para que
lo buscara en su nombre.
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Atenuando
la humillación
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Estas modificaciones operadas por Lucas en su
relato generaron un tercer inconveniente. Ahora el centurión no tiene problemas
de que Jesús vaya a su casa. Pero si Jesús va, pierde fuerza el sentido del
milagro, cuyo centro es la fe del centurión en el poder a distancia de Jesús.
Entonces Lucas resolvió agregar una segunda embajada del centurión, para
detener a Jesús y que no llegara a su casa (v.6). ¡Una evidente incoherencia,
ya que dos versículos antes le había rogado que fuera!
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Cuando llega la primera embajada ante Jesús,
resulta curioso ver cómo en vez de pedirle que vaya a curar al joven (que era
lo esperable), comienza a alabar al centurión y a decir que es un hombre
“digno” (v.4). ¿Por qué? Es que Lucas, sabiendo que más adelante llegará la
segunda embajada del centurión diciendo que no es digno de que vaya a su casa,
lo hace alabar de antemano, con el fin de alejar cualquier sospecha de
indignidad moral del militar.
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De este modo, con modificaciones,
incoherencias, marchas y contramarchas, Lucas pudo rescatar el episodio para
sus lectores.
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Ahora
es otro el que no quiere
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Una tercera versión de este milagro la
encontramos en el Evangelio de Juan (Jn IV, 46-53). Y también él debió realizar
cambios para evitar la posible turbación de sus destinatarios.
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Ante todo, al igual que Lucas suprimió la palabra
“páis” por las connotaciones sexuales que podía tener, y en su lugar empleó el
término griego “huiós”, convirtiendo así al joven en “hijo” del centurión.
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Pero el evangelista sabía que eso no era
posible, porque los militares no solían tener hijos ni vivir con sus familias
hasta después de licenciarse. Entonces tuvo que reemplazar al centurión por un
“funcionario real”, es decir, por un empleado de la corte del gobernador
Herodes Antipas. Así, transformó al soldado pagano y de costumbres sospechosas
en un judío (como se deduce del v.48).
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Al tratarse ahora de un judío, cuya moral no
encerraba escándalo alguno, el Evangelio de Juan no tiene ya motivos para que
el funcionario no quisiera recibirlo en su casa. Pero si Jesús va, no podrá
curarlo a distancia, que es el objetivo del relato. Entonces dice Jesús mismo
se niega a ir. ¿El motivo? Porque el funcionario, como buen judío, sólo quiere
ver signos maravillosos. Y le pide que regrese a su casa confiando en la
sanación de su hijo. Ahora ya no es el hombre el que muestra una fe prodigiosa,
sino Jesús el que le pide una fe prodigiosa.
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Una
terrible palabra
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Mateo parece haber conservado, en su
Evangelio, el recuerdo de un milagro a un homosexual, retocado más tarde por
Lucas y Juan. Y llama la atención el silencio de Jesús ante su condición. No lo
reprende por su forma de vida, ni lo rechaza, ni lo condena. Lo cual no
significa que Jesús estuviera a favor de la homosexualidad, ni que la
fomentara. Simplemente no la juzgó. No entró en cuestiones de sexualidad,
seguramente por considerarlas de índole privada.
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Lo mismo hizo el día que una prostituta se
echó a sus pies llorando y buscando el perdón. Le dijo: “Tu fe te ha salvado,
vete en paz” (Lc VII, 50). No le dijo: “no peques más”, como le ordenó a la
adúltera (Jn VIII, 11). Le otorgó el perdón sin meterse en su vida sexual, ni
condicionarla a que cambiara de profesión. Quizás prudente ante la posibilidad
de que aquella pobre mujer no tuviera otra forma de ganarse la vida. Muchas
vivían en aquel tiempo en condiciones sociales deplorables, a veces impuestas
por la sociedad, y Jesús no interfirió en lo que tal vez era su único medio de
subsistencia.
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Asimismo en el sermón de la montaña Jesús
prohibió reírse de las minorías sexuales. Allí enseñó: “Todo el que diga a su
hermano «raka» será condenado por el Sanedrín” (Mt V, 22). Las Biblias suelen
traducir esa palabra por “insensato, necio”. Pero no parece ser ése el sentido.
Jesús llama insensatos y necios a los fariseos (Mt XXIII, 17), y es absurdo que
después prohíba usar esa palabra. En realidad raka deriva del arameo “reqa”,
que significa “suave, blando, tierno” (Gn XVIII, 7; XXIX, 17; XXXIII, 13), y aludía a las
personas afeminadas. Lo que Jesús dijo, entonces, fue: “Todo el que le diga a
su hermano «maricón» será condenado por el Sanedrín”.
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Por el
sol y por la lluvia
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Resulta asombroso ver lo tolerante que fue
Jesús con las personas y grupos marginados de su tiempo: pecadores, mujeres,
cobradores de impuestos, samaritanos, prostitutas, locos, extranjeros,
endemoniados, homosexuales. Hasta llegó a comer con ellos (Mc II, 15), lo que en
su cultura era la forma suprema de unión con esa gente.
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Su tolerancia llegó a escandalizar a muchos
(Lc XV, 1), porque esas personas estaban condenadas por la religión de su
tiempo. Pero Jesús tenía en claro que, entre lo religioso y lo humano, sólo lo
humano es intocable y fundamental. A veces por salvar los derechos de la
religión hemos vulnerado los derechos humanos. Por defender un dogma hemos
quemado al hereje. Por cuidar la moral hemos despreciado al homosexual. Por
preservar una ética hemos apedreado a la adúltera.
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Ciertamente la tolerancia entraña sus
peligros, y puede hacer creer que todo vale y que todo está bien. Pero para
Jesús más peligroso aún era humillar a una persona por motivos religiosos, ya
que con ello se justifica un sectarismo que convierte la vida en opresiva,
despótica e injusta. Y esto hace más daño que cualquier idea religiosa
desviada.
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Jesús enseñó que el
Padre que está en los cielos no hace diferencias con sus hijos. Que “hace salir
el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos e injustos” (Mt V, 45).
Todos necesitan el sol de nuestro amor, y precisan la lluvia de nuestro
respeto. Y si queremos parecernos al Padre del cielo, como Jesús lo ordenó,
debemos aceptar a quienes son diferentes, sin humillarlos ni querer cambiarlos.
Y mucho menos en nombre de Dios.
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JESÚS
SANA AL AMANTE DEL CENTURIÓN (por Xabier
Pikaza)
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En tiempos de Jesús, había en Palestina dos
tipos de soldados oficiales (dejando a un lado a los posibles celotas o
soldados-guerrilleros al servicio de la liberación judía).
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Unos eran los del ejército romano propiamente
dicho, que dependían del Procurador o Prefecto (Poncio Pilatos), que gobernaba
de un modo directo sobre Judea y Samaría. Otros eran los del tetrarca-rey
Herodes Antipas, que gobernaba bajo tutela romana en Galilea (y los de su
hermano Felipe, tetrarca de Iturea y Traconítide, al otro lado de la frontera
galilea).
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El Prefecto romano contaba con unos tres mil
soldados de infantería y algunos cientos de caballería, acuartelados
básicamente en Cesarea, que solían provenir del entorno pagano de Palestina y
funcionaban como ejército de ocupación. De todas formas, no era frecuente
verlos en la calle o en los pueblos, ni siquiera en Jerusalén, donde gobernaba
el Sumo Sacerdote y su consejo, con la ayuda de algunos miles de «siervos» o
soldados de la guardia paramilitar del Templo. De todas formas, en los tiempos
de crisis o en las fiestas, el Prefecto romano subía a Jerusalén y se instalaba
en la Fortaleza Antonia, junto al templo, desde donde controlaba el conjunto de
la ciudad.
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Probablemente residía allí una pequeña
cohorte destacamento militar, pero no se mezclaba en la vida civil y religiosa
de la ciudad.
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El Rey (=Tetrarca) Herodes Antipas gobernaba
en Galilea, bajo control de Roma, pero con una gran autonomía. Tenía que
proteger las fronteras y mantener el orden dentro de su territorio, pagando un
tributo a Roma. Para ello tenía sus propios soldados, organizados como los de
Roma.
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En caso de necesidad, los soldados romanos
tenían que ayudar a los de Herodes y los de Herodes ayudar a los romanos. Según
eso, en Galilea no existía un «ejército de ocupación», ni tampoco un dominio
directo de Roma, aunque muchos «nacionalistas galileos», partidarios de un
estado israelita, consideraban a Herodes como a un usurpador y a sus soldados
como ejército opresor. Por otra parte, es normal que los soldados de Herodes
fueran también de origen pagano, como los de Poncio Pilato, aunque podían ser
también judíos.
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Desde ese fondo han de entenderse algunos
pasajes del evangelio que hablan de la relación de Jesús y de sus seguidores
con soldados. El texto más significativo es aquel donde se dice a los creyentes
que superen la actitud del «ojo por ojo y diente por diente», propia de los
ejércitos del mundo, para añadir: «No resistáis al que es malo (al mal); por el
contrario, si alguien te hiere en la mejilla derecha, ponle también la otra…; y
al que te obligue a llevar la carga por una milla llévasela dos» (Mt 5, 39-40).
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Estas últimas palabras se refieren al
servicio obligatorio que las fuerzas del ejército (de Herodes o Pilato) podían
imponer sobre los súbditos judíos: obligarles a llevar cierto peso o cargamento
a lo largo de una milla. Pues bien, en vez de pregonar la insurrección o la
protesta violenta, Jesús pide a los oyentes que respondan de manera amistosa a
la posible violencia de los soldados. Esta es su forma de (no) oponerse al mal,
para vencer la perversión del mundo a través de un gesto bueno. Jesús no
condena a los soldados imperiales: quiere enfrentarles ante el don del reino,
enriquecerles con la gracia del Padre que es bueno para todos (cf. Mt V, 45).
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En este fondo se sitúa su relación con el
centurión que tiene un amante enfermo y que pide a Jesús que le cure (Mt VIII,
5-13 par.). La escena ha sido elaborada por la tradición en el contexto de
apertura eclesial a los paganos, pero en su fondo hay un relato antiguo
(transmitido al menos por el Q; cf. Lc VII, 1-10; Jn IV, 46b-54). Jesús no ha
satanizado a los soldados, ni ha querido combatirlos con las armas, sino que ha
descubierto en ellos un tipo de fe que no se expresa en la victoria militar,
sino en la curación del amigo enfermo:
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Al entrar Jesús en Cafarnaúm, se le acercó un
centurión, que le rogaba diciendo: «Señor, mi amante (pais) está postrado en
casa, paralítico, gravemente afligido». Jesús le dijo:«Yo iré y le curaré».
Pero el centurión le dijo: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo;
solamente di la palabra y mi siervo sanará, pues también yo soy hombre bajo
autoridad y tengo soldados bajo mis órdenes, y digo a este “ve” y va y al otro
“ven” y viene; y a mi siervo “haz esto”, y lo hace». Al oírlo Jesús, se
maravilló y dijo a los que lo seguían: «En verdad os digo, que ni aun en Israel
he hallado tanta fe. Os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente, y
se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; pero los hijos
del reino serán echados a las tinieblas de afuera; allí será el llanto y el
crujir de dientes». Entonces Jesús dijo al centurión: «Vete, y que se haga
según tu fe». Y su amante quedó sano en aquella misma hora (Mt VIII, 5-12).
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Este es un soldado con problemas. Es un
profesional del orden y obediencia, en el plano civil y militar, un hombre
acostumbrado a mandar y a ser obedecido. Es capaz de dirigir en la batalla a
los soldados, decidiendo así sobre la vida y la muerte de los hombres. Pero, en
otro nivel, es un muy vulnerable: padece mucho por la enfermedad de un siervo
amante. Pero antes de seguir será preciso que nos detengamos y preguntemos
sobre la identidad de este pais del centurión, que hemos traducido como
«amante».
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Esa palabra (pais) puede tener tres sentidos,
siervo, hijo y amante (casi siempre joven), y puede resultar escandalosa. El
texto paralelo de Jn IV, 46b evita el escándalo y pone huios (hijo), en vez de
pais; pero con ello tiene que cambiar toda la escena, porque los soldados no
solían vivir con la familia ni cuidar sus hijos hasta después de licenciarse;
por eso, el centurión aparece aquí como un miembro de la corte real de Herodes
(un basilikós). También Lc VII, 2 quiere eludir las complicaciones y presenta a
ese pais como doulos, es decir, como un simple criado, al servicio de
centurión; con eso ha resuelto un problema, pero ha creado otro: ¿es verosímil
que un soldado quiera tanto a su criado?
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Por eso preferimos mantener la traducción más
obvia de pais dentro de su contexto militar.
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En principio, el centurión podría ser judío,
pues está al servicio de Herodes, en el puesto de frontera de su reino o
tetrarquía (Cafarnaúm). Pero el conjunto del texto le presenta como un pagano
que cree en el poder sanador de Jesús, sin necesidad de convertirse al judaísmo
(o cristianismo). Pues bien, como era costumbre en los cuarteles (donde los
soldados no podían convivir con una esposa, ni tener familia propia), este
oficial tenía un criado-amante, presumiblemente más joven, que le servía de
asistente y pareja sexual. Este es el sentido más verosímil de la palabra pais
de Mt VIII, 6 en el contexto militar. Ciertamente, en teoría, podría ser un hijo o
también un simple criado (como suponen los paralelos de Juan y Lucas). Pero lo
más sencillo y normal es que haya sido un amante homosexual, alguien a quien
otros libros de la Biblia (quizá Rom I, 24-27) habrían condenado.
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Pero, gracias a Dios,
como sabemos por el texto siguiente («¡cargó nuestras enfermedades…!»: Mt VI,
17), Jesús no era un moralista, sino un mesías capaz de comprender el amor y
debilidad de los hombres (en el caso de que el amor homosexual lo fuera). Jesús
sabe escuchar al soldado que le pide por su amante y se dispone a venir hasta
su casa-cuartel (¡bajo su techo!), para compartir su dolor y ayudarle. Hubiera
ido, pero el oficial no quiere que se arriesgue, pues ello podría causarle
problemas: no estaba bien visto ir al cuartel de un ejército odiado para mediar
entre dos homosexuales; por eso le suplica que no vaya: le basta con crea en su
dolor y diga una palabra, pues él sabe lo que vale la palabra. Jesús respeta
las razones del oficial, acepta su fe y le ofrece su palabra. El resto de la
historia ya se sabe: Jesús cura al siervo-amigo homosexual y presenta a su
amigo-centurión como signo de fe y de salvación, sin decirles lo que deberán
hacer mañana. Es evidente que no exige, ni quiere, que rompan su amor, sino que
lo viven en fe y amor de Reino.
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