La teología bíblica del cuerpo físico
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Desde su primera página, la Biblia insiste en el valor positivo de toda
la creación material. Según el primer relato de la creación (Gn I, 1 - II,
4a), siete veces Dios declara “bueno” el mundo material que va creando (la luz
I, 3; tierra y mar I, 10; vegetación I, 12; astros I, 18; peces y avesI, :21;
animales I, 25; humanidad I, 31). La última, después de la creación del
ser humano, califica “todo lo que había hecho” Dios como “bueno en gran
manera”. Frente a mitologías contemporáneas que atribuían el origen del
mundo a pleitos y caprichos de los dioses, o filosofías antiguas que
despreciaban la materia y el cuerpo, la tradición hebrea afirmaba enfáticamente
lo bueno de la realidad creada.
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Esta afirmación de la materia y del cuerpo se refleja a través de las
escrituras hebreas en la franqueza y la naturalidad con que tratan los temas
biológicos y las funciones fisiológicas, tanto que nuestros modernos
traductores a veces lo encubren con eufemismos menos chocantes a la
sensibilidad occidental. Se expresa, también, en una muy simpática
anécdota del Talmud. Parece que un día el Rabí Hilel estaba enseñando a
sus discípulos y se le vino la necesidad urgente de ir al baño. Cuando
pidió permiso de ausentarse, sus discípulos, un poco picarescos, le
preguntaron, “¿Y a dónde te diriges?” Su respuesta los sorprendió: “Voy a
cumplir un precepto divino”. “¿Eso es un precepto divino?”, le
preguntaron. Y contestó: “Sí, el de cuidar el cuerpo”, porque Dios lo creó
y lo declaró bueno.
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Es importante recordar que el pensamiento hebreo no admitía ninguna
dicotomía dentro de la persona humana. El dualismo de cuerpo y alma, o la
tricotomía de cuerpo, alma, y espíritu, no vinieron de la enseñanza bíblica
sino de filosofías griegas. Al traducir los términos hebreos de Ruach
(viento, aliento) y Nefesh (vida) por pneuma y psujé, respectivamente, en las
escrituras cristianas, el dualismo extra-bíblico invadió al cristianismo por la
tendencia de entender los términos en su sentido griego en lugar de su original
sentido bíblico. Esa infiltración condujo a una exaltación del espíritu o
del alma racional y un desprecio al cuerpo. En la antropología hebrea, cuerpo y
espíritu son inseparables y merecen igual respeto.
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Un cántico a la vida del cuerpo es el libro de Cantares, en contraste
con los constantes esfuerzos de espiritualizar su mensaje. Describe detalladamente
el cuerpo femenino (IV, 1-5) y masculino (V, 10-16) con gran realismo y
erotismo. El libro respira “el placer de saberse cuerpo digno de ser
cantado”. Bien comenta Elsa Tamez que sería imposible imaginar Cantares “sin
cuerpos, caricias y besos, pero tampoco se puede deleitar la lectura del texto
pasando por alto la fertilidad de la tierra, la frescura de las frutas y la
belleza de los animales”. En las escrituras, la teología de la creación es de
una sola pieza.
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El cuerpo tiene central importancia también en las escrituras
cristianas. El anuncio de Juan el Bautista y de Jesús de Nazaret era que
el Reino de Dios se había acercado. Los discípulos llegaron a percibir
que Dios mismo estaba presente en este extraordinario Galileo, presente de
manera única en una vida humana y en un cuerpo físico. El autor del
cuarto Evangelio lo describió como una encarnación (“El Verbo era Dios…y el
Verbo fue hecho carne”, Jn I, 1,14). Mucho de la actividad del Mesías
consistía en sanar los cuerpos, alimentarlos, y dignificarlos. En su
cuerpo de carne y hueso, según el evangelio cristiano, nos redimió por la
entrega de ese cuerpo en la Cruz (cf. Rom VIII, 3-4). Y con su cuerpo
resucitó, se presentó a sus discípulos, caminaba con ellos y comía con ellos.
San Pablo describe el cuerpo de los fieles como “templo del Espíritu Santo” (1º
Cor III, 16-17; VI, 19-20). Y todo el Nuevo Testamento promete también la
resurrección final del cuerpo como triunfo definitivo de la vida sobre la
muerte. Después el libro de Apocalipsis termina con la promesa de una
nueva creación, de cielo y tierra (Apoc XXI y XXII). Todas esas
enseñanzas pueden ser muy discutibles, pero dejan más allá de toda duda la
importancia decisiva del cuerpo en las escrituras cristianas.
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Especialmente significativo al respecto es el prólogo del cuarto
Evangelio (Jn I, 1-18). El autor comienza con una terminología muy
familiar y querida por los círculos filosóficos de la época en Asia Menor: la
doctrina del Lógos. El Logos era la primera emanación de dios (theós), junto
con sabiduría (sofía), virtud (areté) y otras. Pero ni dios ni ninguno de
ellos tenían la menor relación con la materia, mucho menos la habían
creado. La materia la creó una emanación muy inferior, mal nacida,
llamada “el Demiurgo”. Por eso, en esas filosofías (sobre todo
neoplatonismo y después gnosticismo), el Logos servía precisamente para aislar
a dios de todo lo material y físico.
Pero después de haber apropiado así el lenguaje del Logos, el autor
refuta toda esa filosofía con dos contradicciones rotundas. Primero,
afirma que todo fue creado por el Logos (no por el despreciado Demiurgo); nada
del mundo material fue creado sin él (Jn I, 3-4,10). Segundo, y mayor
escándalo, ese mismo Verbo no sólo creó todo lo material sino él mismo también
se hizo carne, se hizo cuerpo físico y material (Jn I, 14). Era la
refutación más contundente del idealismo anti-materialista de esas filosofías.
Como mucho pensamiento bíblico, este enfoque tan realista podría llamarse una
especie de “materialismo histórico”, pero jamás “idealismo
anti-materialista”. Aunque ese idealismo abstracto es en realidad lo más
opuesto al enfoque bíblico, lamentablemente a través de los siglos ha dominado
mucho de la teología cristiana.
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La teología bíblica de la sexualidad
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Los dos relatos de la creación al inicio del Génesis (I, 1 – II, 4a; II,
4b-25) dan un lugar prominente a la sexualidad. Cuando el relato
sacerdotal describe la creación humana a la imagen y semejanza de Dios, agrega
que “hombre y mujer los creó” (Gén I, 27). De eso entendemos que la
condición sexuada, tanto de la mujer como del hombre, pertenece a la esencia de
la imagen de Dios en el ser humano. En seguida el Creador pronuncia su
bendición sobre esa sexualidad y da un mandamiento sexual: “Sean fructíferos y
multiplíquense; llenen la tierra y sométanla” (I, 28). Es obvio en estos
textos que la práctica sexual, única manera de procreación humana, pertenece al
plan de Dios y su perfecta voluntad para la humanidad.
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Es importante insistir en que según este relato, la sexualidad existe
antes del pecado y totalmente aparte del pecado. Es más bien la intención
pura y original del Creador. Además, según la Biblia, el sexo no tuvo
nada que ver con el origen del pecado en la humanidad. El relato de
Génesis refuta dos de los “mitos” que creen muchas personas: que la sexualidad
comenzó con la caída en pecado, y que el trabajo fue castigo por la desobediencia.
Al contrario, la bendición y mandamiento de Génesis 1:28 sitúa la procreación
sexual dentro del mismo orden de la creación, y el contexto (I, 26-30) implica
que el trabajo también antecedía al pecado. El segundo relato lo hace
explícito: Adán, aun antes de desobedecer, está llamado a labrar la tierra y
guardarla (II, 15).
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Ni el sexo ni el trabajo comenzaron con el pecado. La sexualidad,
en el estado de inocencia que describe el Génesis, era pura y perfecta; el sexo
en sí, en todas sus dimensiones, es santo. Lo que el pecado introdujo fue
el desorden (III, 13-16), el abuso del sexo, el usar la otra persona en vez de
amarla. En forma parecida, la esencia del trabajo humano en el plan
de Dios era creatividad y libertad, a la imagen del mismo Creador. El
pecado cambió el trabajo de creatividad a fatiga y carga pesada.
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Mientras el primer relato de la creación relaciona la sexualidad con la
procreación, el segundo lo enfoca en términos del amor, el compañerismo, y la
solidaridad de la pareja. En esta versión, muy diferente del primer
capítulo, Yahvé crea primero a Adán de la tierra (hebreo Adamah) y le prepara
un huerto (II, 7-8). Pero por primera vez en la Biblia se dice que algo
no está bien: “No es bueno”, dijo Dios, “que el hombre esté solo” (II, 18).
El ser humano es un ser social, creado para el compañerismo con otros seres
humanos. Entonces, con un simbolismo curioso, frente a la soledad de Adán Dios
crea los animales. Dios los lleva a Adán, quien les da nombre (II, 19).
“Sin embargo, no se encontró entre ellos la ayuda adecuada para el hombre” (II,
20). A continuación, Yahvé crea a la mujer del mismo ser del
hombre. Igual que antes, Dios la lleva a Adán y Adán le da nombre (mujer,
ishá). Ahora ha aparecido la compañera para hacer completa la vida humana
sobre la tierra, y Adán la declara “hueso de mis huesos y carne de mi carne”
(II, 23). En el perfecto designio de Dios, “los dos se funden en un solo
ser” (II, 24) y ninguno sentía vergüenza de su desnudez (II, 25). Llama
la atención que todo este relato yahvista se concentra en la relación humana
como realización y comunidad de la pareja, sin la menor referencia a la
procreación de hijos e hijas.
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Otro texto que destaca, mucho más eróticamente, la relación de pareja es
Cantar de los Cantares. Es un drama muy sensual, sin pudores ni tabúes,
sobre el amor apasionado de la sulamita y su muy enamorado novio. Los
primeros renglones introducen el tono de intenso deseo físico que caracteriza
todo el libro. Dice la sulamita a su amado:
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Ah,, si me besaras con los besos de tu boca…
¡grato en verdad es tu amor, más que el vino!
Grata es también, de tus perfumes, la fragancia;
tú mismo eres bálsamo fragante.
¡Con razón te aman las doncellas!
¡Hazme del todo tuya!
¡Date prisa!
¡Llevame, oh rey, a tu alcoba!
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Sucesivos pasajes describen con gran detalle la belleza del cuerpo
femenino (IV, 1-5; VI, 5-12; VII, 1-9) y del masculino (V, 10-16). Hay
invitaciones a encuentros amorosos en el jardín, en la alcoba, y en el
campo. Y lo sorprendente en todo este largo poema es que nunca relaciona
el amor erótico con la familia ni con los hijos. El amor sexual, con
todos sus anhelos y deleites, se trata en Cantares como un valor en sí mismo,
que no necesita ninguna otra justificación.
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En ese aspecto, el Cantar de los cantares puede verse como un extendido
comentario sobre la palabra “bueno” en el primer capítulo del Génesis.
Cuando Dios bendice la sexualidad humana, y ordena la práctica sexual de la
pareja, está bendiciendo el mismo proceso de deseo y deleite que se experimenta
también hoy. El relato implica que todo el sistema fisiológico de la
sexualidad fue creado bueno y santo por nuestro Dios, antes de que mediara el
pecado. Todo el sistema nervioso asociado con la experiencia sexual, las
diversas zonas erógenas del cuerpo, las hormonas y las glándulas y todos los
demás aspectos de esta maravillosa “máquina de placer” (por expresar así este
aspecto de la fisiología sexual), no es un producto del pecado, ni una trampa
maliciosa de Dios para probar nuestra resistencia, sino una parte esencial de
la creación primigenia y de la imagen de Dios en los seres humanos. Como
tal, es “bueno en gran manera” (Gén I, 27-31).
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Algunas corrientes de ascetismo cristiano (p.ej. unos extremos del
pietismo protestante) han enseñado que el sexo es necesario y bueno como medio
de procreación, pero que cualquier placer sensual anexo al acto sería
pecado. Llama la atención que las escrituras hablan con mucha naturalidad
del orgasmo femenino (“el deleite”, Génesis 18:12) y hasta emplea los mismos
términos para el deleite del alma en Dios (Salmos XXXVI, 9; cf vocablos parecidos
en Sal I, 2; 16.11). En ningún momento las escrituras separan el acto
sexual (como bueno) del placer que conlleva (como malo).
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En la larga historia de la teología cristiana, con lamentable frecuencia
se ha denigrado el sexo y específicamente a la mujer como causa de pecado
mediante el deseo erótico. En ese contexto es muy interesante, y bastante
sorprendente, un pasaje de la Suma Theologica, Parte Primera, cuestión 98,
primera parte. Aquí el “Doctor angelicus” plantea dos preguntas curiosas:
Si en el estado de inocencia había procreación, y si dicha generación hubiera
sido mediante el coito. A la primera pregunta Aquino contesta que sí,
porque el mandamiento de reproducción sexual fue dado a la pareja antes de
pecar, y al contrario el pecado hubiera sido necesario para la bendición que
Dios pronunció sobre la procreación humana. A la segunda pregunta, del coito,
Santo Tomás explica que precisamente la dualidad sexual es en orden a dicho
acto sexual. Entonces sigue a preguntar si en el paraíso el coito se
hubiera acompañado del placer sensual (el orgasmo). Aquino reconce que la
concupiscencia desordenada es consecuencia del pecado, pero en seguida afirma
que “en el estado de inocencia el deleite sensual no hubiera sido menos sino
tanto mayor en proporción a la mayor pureza de la naturaleza [humana] y la
mayor sensibilidad del cuerpo”.
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Las escrituras cristianas afirman también el valor positivo del sexo y
exhortan a “tener todos en gran honor el matrimonio, y el lecho conyugal sea
inmaculado” (Heb XIII, 2 BJ). Aunque San Pablo, por situaciones
pastorales y por sus perspectivas escatológicas, tiende más hacia cierto
ascetismo, también afirma los valores del matrimonio y lo pone como figura de
la relación de Cristo y la iglesia. En el contexto de consejos
pastorales, expresa la mutualidad corporal del sexo en términos de deberes y
derechos: “El hombre debe cumplir su deber conyugal con su esposa, e igualmente
la mujer con su esposo. La mujer ya no tiene derecho sobre su propio
cuerpo, sino su esposo. Tampoco el hombre tiene derecho sobre su propio
cuerpo, sino su esposa” (1º Cor VII, 3-4).
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Conclusión
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Encontramos en las sagradas escrituras una valiosa teología de la
sexualidad, y quizá aun más, una espiritualidad (o una mística) de la
sexualidad humana. Es desde el incio una valoración muy positiva del
sexo, dentro de perspectivas humanizadoras de esta dimensión tan importante de
la existencia. Podemos resumir esta visión de la sexualidad bajo los tres
propósitos del sexo que hemos encontrado en nuestro recorrido por la Biblia:
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1) El fin primordial de la sexualidad humana es la unión y comunión de
dos seres en amor (Gén II; Cantares). Según Génesis II hemos sido creados
para comunidad, con la tierra y con el reino animal pero sobre todo con el sexo
opuesto. Génesis I distingue la creación de los animales y su
reproducción de la creación y la sexualidad humana. Aunque los procesos
fisiológicos son casi idénticos (aparte de los estros de muchas hembras
animales), el sentido existencial y teológico es cualitativamente
distinto. Y es precisamente la profunda dimensión afectiva de la
sexualidad humana, plasmada en una entrega total e incondicional, la que marca
el carácter interpersonal de nuestra sexualidad como seres humanos.
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Sin el amor genuino, la relación sexual se vuelve egoísta y frustrante,
sin realizar su verdadero propósito y sentido. Muchos pasajes bíblicos
insisten en esta realidad. Muy dramático es el relato de Amnón, hijo de
David, que se enamoró locamente de su hermana Tamar (2º Sam XIII). Como
ella no respondió a sus avances, Amnón la engañó con un truco y después la
violó a la fuerza. Una vez logrado su vil propósito, dice el texto, “el
odio que sintió por ella después de violarla fue mayor que el amor que antes le
había tenido” (XIII, 15). Sexo sin amor termina en desprecio y odio; sexo
con amor sincero y compromiso mutuo, es la voluntad de Dios y trae bendición y
vida.
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2) Un segundo propósito del sexo, que debe reconocerse y respetarse, es
el placer erótico. En su sabiduría Dios ha asociado dos funciones
fisiológicas humanas, el comer y la reproducción, con grandes estímulos
sensuales. El Creador no hubiera diseñado un sistema tan complejo de
estímulos y respuetas, de anhelos y satisfacciones, si el placer que produce
fuera contra su propia voluntad. Dentro del debido compromise personal,
este placer debe disfrutarse en su plenitud, con acción de gracias al Creador.
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3) Un tercer
propósito del sexo es, obviamente, la procreación. Sin embargo, lejos de
ser el definitivo “fin natural” que justificara los demás fines, es de hecho el
menos importante. Un matrimonio, debidamente casado y que produce cada
año un niño, pero que no se aman ni disfrutan mutuamente del placer sexual, es
un matrimonio que no está realizando la voluntad de Dios. En cambio, una
pareja por alguna razón impedida de tener hijos o que por razones justificadas
planifica su procreación, pero que se aman sincera y profundamente, no sufre
ningún desmedro debido sólo a la falta de los hijos. Por otra parte, una
pareja que se ama pero que se cierra al deleite mutuo que tanto ensalza el
Cantar de Cantares, tengan o no hijos, no está realizando la visión bíblica del
sexo. Se les recomienda leer juntos el libro de Cantares, de noche en la
cama, a la luz de una romántica candelita.
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