Celebramos en la solemnidad de Corpus Christi, la presencia verdadera,
real y sustancial de nuestro Señor Jesucristo en la Hostia Consagrada.
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Hoy debemos conservar y defender su presencia real, y conservar su
ambiente de sacralidad, para no desnaturalizar su realidad, frente a aquellos
que desean presentarla de otra manera. En particular, ilustraré las palabras de
hoy con el reciente libro del Cardenal Robert Sarah, “Dios o nada”, actual
Prefecto para el Culto y la Disciplina de los Sacramentos.
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Dios le dijo, en efecto a Moisés, que “todo debía realizarlo conforme
al modelo que te fue presentado en la montaña” (Ex). Es decir, que el culto
de Dios, antes el veterotestamentario, y hoy el de la Nueva Alianza con mayor
razón, debe ser celebrado conforme al ejemplo revelado desde lo alto. Este es
no sólo la razón de ser del culto divino, sino también de la Iglesia. Por esto
dice el Card. Sarah: “La oración siempre
es lo primero. Sin la vitalidad de la oración, es inevitable que el motor del
sacerdote y de la Iglesia vaya al ralentí. […] La Iglesia está hecha únicamente para adorar y rezar. Si quienes son la
sangre y el corazón de la Iglesia no rezan, secarán todo el cuerpo de la
institución querida por Cristo. Por eso, los seminaristas, los sacerdotes y los
obispos tienen obligación de mantener una relación personal con Dios” (1).
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La vida contemplativa, de expectación del misterio, debe tener la
primacía en la Iglesia. Como dice el Card. guineano: “La Liturgia es la puerta de nuestra unión con Dios mediante nuestra
unión con Jesús. Nos prepara para la liturgia celestial que nos permitirá
contemplar a Dios sin velos, cara a cara, para amarle eternamente. En la Liturgia
experimentamos la manifestación y la presencia operativa de Jesucristo si el
sacerdote entra plenamente en el misterio pascual, que se celebra con fe,
piedad y belleza en la sagrada Eucaristía” (2).
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Hoy, por el contrario, se subordina lo santo a lo profano. Se desea la
Misa “más divertida”, se hacen misas “para niños”, “para jóvenes”, “para
neocatecumenales”, como si el santo sacrificio estuviera al servicio de los
caprichos de las personas. Frente a estas concepciones, el Card. Sarah nos
recuerda: “Nuestra referencia debería ser
únicamente Dios. No obstante, existe un gran malestar. En cuanto a algunas
cuestiones internas de la Iglesia, tenemos concepciones distintas de la Liturgia
que llegan incluso a suscitar el rechazo mutuo y la hostilidad, cuando no una
guerra fría. No obstante, si de lo que se trata es de rendir culto a Dios,
deberíamos estar especialmente unidos” (3).
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Estas dificultades en la celebración de la santa Misa se deben a la mundanización
de la Iglesia. En concreto, son dos los peligros que nos amenazan.
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El primero de ellos es colocar lo sagrado al servicio de lo profano,
cuando en realidad lo temporal debe quedar santificado por lo eterno. Como dice
el Card. Sarah: “La Liturgia es un
momento en el que Dios, por amor, desea estar en profunda unión con los
hombres. Si vivimos de verdad esos instantes sagrados, podremos encontrar a
Dios. No caigamos en la trampa de querer reducir la Liturgia a un mero lugar de
convivencia fraterna. En esta vida hay muchos otros sitios donde reunirse. La Misa
no es un espacio en el que los hombres se encuentran en un trivial espíritu de
fe. La Liturgia es una gran puerta que nos permite salir simbólicamente de
entre los muros de este mundo. Hay que plantearse la Misa con dignidad, belleza
y respeto. La celebración de la Eucaristía requiere ante todo un gran silencio,
un silencio habitado por Dios” (4). Luego el Cardenal explica la
importancia de las vestiduras sagradas y los objetos litúrgicos. A ello
podríamos agregarle el uso de una lengua sacra, tal como es el latín, que, al
no ser un lenguaje corriente, impide que la fe se deforme en el tiempo, porque,
como reza el antiguo axioma teológico “lex orandi, lex credendi”.
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En definitiva, lo que sucede es que la dictadura del relativismo,
denunciada por el Card. Ratzinger antes de convertirse en Sumo Pontífice, es la
que trastoca el sentido más profundo de la Misa. Así lo dice el mismo Card.
Sarah: “Si se despoja a la Liturgia de su
carácter sagrado, se convierte en una especie de espacio profano. Nuestra época
busca intensamente lo sagrado; pero, debido a una especie de dictadura del
subjetivismo, al hombre le gustaría relegar lo sagrado al espacio profano. El
mejor ejemplo de ello es crear nuevas liturgias, fruto de experimentos más o
menos artísticos, que no permiten ningún encuentro con Dios” (5).
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El segundo peligro que existe, menos frecuente en la actualidad pero no
por ello menos peligroso, es creer que por la simple adhesión a las formas
antiguas uno agrada a Dios. También el Card. Sarah nos advierte de ese segundo
peligro: “Por encima del rito, Dios busca
ante todo el corazón de los hombres. En la Liturgia, Jesús nos entrega su
Cuerpo y su Sangre para configurarnos con Él y hacer que nos convirtamos en un
solo ser. Nos convertimos en Cristo y su Sangre nos hace consanguíneos, hombres
y mujeres inmersos en su amor, habitados por la Trinidad Santa. Nos hacemos una
sola familia: la familia de Dios. El hombre que respeta los antiguos ritos de
la Iglesia y no está en el amor se pierde. Yo creo que esa es la situación en
la que se encuentran los defensores más extremistas de las distintas escuelas
litúrgicas” (6).
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En definitiva, aunque ambos errores aparezcan opuestos en su
superficialidad, en lo más profundo tienen la misma raíz. Sigue diciendo el
Card. Sarah: “El ritualismo estrecho,
casi integrista, o la deconstrucción del rito de tipo modernista pueden impedir
la auténtica búsqueda del amor de Dios. No cabe duda de que ese amor nace y
crece en el respeto de las formas; pero las crispaciones llevan antes o después
a la nada” (7). Porque la presencia
real de Jesucristo en la Hostia se da para aumentar nuestra caridad. Por eso se
lo llama “sacramento de la caridad, que es el vínculo de la perfección (Col. III, 14)”, como dice Santo Tomás (8) y nos recuerda el Papa Benedicto XVI, dado
que en él se nos revela “el amor infinito de Dios por cada hombre” (9).
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En suma, hay una lucha a muerte entre el mundo desacralizado, sobre todo
en Occidente, que puede ser curado con la gracia de los Sacramentos, y la
Iglesia, que corre el riesgo de desnaturalizarse ella misma al perder aquello
que la mantiene firme frente a las tentaciones mundanas. Como dice el Cardenal
africano: “Las sociedades occidentales se
organizan y viven como si Dios no existiera. En muchos casos, hasta los propios
cristianos se han instalado en una apostasía silenciosa. […] Ante este abismo existencial, a la Iglesia
sólo le queda una posibilidad: irradiar únicamente a Cristo, su gloria y su
esperanza. Debe profundizar incesantemente en la gracia de los Sacramentos, que
son la manifestación y la prolongación de la presencia salvífica de Dios en
medio de nosotros. Sólo bajo esta condición podrá Dios volver a ocupar su lugar”
(10). Esta mundanización lleva a no buscar sinceramente la santidad. Como sigue
diciendo el prelado: “El descenso del número
de sacerdotes, los déficits en su compromiso misionero y una inquietante falta
de vida interior –carente de vida de oración y de frecuencia de Sacramentos–
pueden llevar a privar a los fieles cristianos de las fuentes de las que deben
beber” (11).
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Si la Iglesia, y en particular el culto de Dios, no se distinguen del
mundo, entonces éste engullirá todo lo sagrado, trastocándolo de raíz. Es lo
que nos anuncia el profeta Daniel que ocurrirá en los últimos tiempos: “Sus
tropas vendrán y profanarán el Santuario de la Fortaleza; harán cesar el
sacrificio perpetuo y pondrán allí la abominación del devastador. Por medio de
halagos inducirá a la apostasía a los violadores de la Alianza, pero el pueblo
que conoce a su Dios se mantendrá firme y activo. Los sabios del pueblo
instruirán a muchos; pero caerán por un tiempo, víctimas de la espada, de las
llamas, del cautiverio y del saqueo. Al ser abatidos tendrán un pequeño socorro,
y muchos se unirán a ellos hipócritamente. Por eso algunos de los sabios
tropezarán, para que sean probados y purificados y blanqueados hasta el tiempo
del fin” (Dn. XI, 31-35) (12). La abolición del sacrificio perpetuo es la
prohibición de celebrar válidamente la santa Misa.
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Así lo enseñan los Padres de la Iglesia. Dice san Ireneo: “Esto es lo que el Anticristo hará cuando
reine: trasladará su reino a Jerusalén y se asentará en el templo de Dios,
seduciendo a aquellos que lo adoran como a Cristo” (13). Y san Juan
Crisóstomo dice: “Él [el Anticristo] abolirá todos los dioses, y pedirá que los
hombres le rindan culto a él en lugar de Dios. Él se sentará en el templo de
Dios, no en el de Jerusalén solo, sino en el de cada iglesia” (14).
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Los errores modernos hacia ello tienden. El “pseudo derecho” de que
todos comulguen, sin necesidad de estar en gracia de Dios, es un anticipo de lo
que se vendrá. Dice santo Tomás: “Así
dice Orígenes que como la palabra del Evangelio es divulgada antes de su
llegada, así la falsa doctrina es divulgada antes de la venida del Anticristo;
y del mismo modo que Cristo tuvo sus profetas, así también el Anticristo.
[…] Entonces será la gran tribulación,
que será la perversión de la doctrina cristiana por otra falsa” (15).
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Haciéndose eco de esta tradición católica, dice el Card. Sarah: “El Motu proprio Summorum Pontificum intenta reconciliar las dos formas del rito
romano y pretende ante todo ayudarnos a redescubrir la sacralidad de la santa Misa
como actio Dei y no de los
hombres. De este modo aborda un aspecto sumamente importante: el problema de
una indisciplina extendida, la falta de respeto y de fidelidad al rito, que
puede afectar incluso a la validez de los Sacramentos” (16). Si puede afectar
incluso a la validez de los Sacramentos, Cristo puede no estar presente en la
Hostia Consagrada. Y a continuación aclara, frente a la pregunta de aquellos
que se inquietan acerca de la crisis que vivimos en la Liturgia de la Iglesia:
“Desgraciadamente, creo que tienen razón
en inquietarse y temer lo peor… Resulta cada vez más evidente que el hombre
pretende ocupar el lugar de Dios. Entonces la Liturgia se convierte en un mero
juego humano. Si las celebraciones litúrgicas pasan a ser autocelebraciones
humanas y lugares de aplicación de nuestras ideologías pastorales y de opciones
políticas partidistas, ajenas a un culto espiritual que se debe celebrar del
modo querido por Dios, el peligro es enorme. Porque, en ese caso, Dios
desaparece” (17). Si Dios desaparece no está
más presente en la Eucaristía. Quien ocupa el lugar de Cristo es el Anticristo,
o quienes, a sabiendas o veladamente, anticipan su llegada, dado que él también
tiene emisarios. Esto es temer lo peor. Y hacia esto nos encaminamos
peligrosamente.
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Pidámosle al Señor ser parte del obstáculo que impide la manifestación
del Anticristo. Que podamos conservar la sacralidad de la santa Misa. Que san
Miguel Arcángel retenga al Príncipe de las tinieblas. Que nos unamos en la
defensa de lo sagrado. Que luchemos por ello con toda nuestra alma. Que no
dejemos que los derechos de Dios sean mancillados por la pseudo religión del
hombre. Que el culto divino se conserve puro hasta las últimas consecuencias.
Pero que esto no nos haga olvidar que lo esencial es la caridad, el que vivamos
en gracia de Dios y crezcamos en el amor a Dios y a nuestro prójimo (también a
los enemigos y a los falsos hermanos, como enseña san Pablo). Que nuestro grito
sea como el de san Benito: “Dios y todas las cosas”. O como el del Card. Robert
Sarah: “Dios o nada”.
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1 Card. Robert Sarah con Nicolas Diat, Dios o nada,
Edic. Palabra, 2015, 2º Edic., p. 134-135.
2 Idem, p. 333.
3 Idem, p. 137.
4 Idem, p. 147-148.
5 Idem, p. 148.
6 Idem, p. 149.
7 Idem, p. 149.
8 S. Th. III, 73, 3, ad 3.
9 Benedicto XVI, Exh. Apost. Sacramentum Caritatis, n.
1.
10 Card. Robert Sarah con Nicolas Diat, Dios o nada,
Edic. Palabra, 2015, 2º Edic., p. 129-130.
11 Idem, p. 133.
12 Ver también Daniel 8, 9-14; 9, 26-27; 12, 11.
13 San Ireneo, Adversus Haereses, L. IV, c. 25, 4.
14 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre la segunda Carta
a los Tesalonicenses, 3.
15 Santo Tomás, in Mt. 24, lec. 2 (n. 74).
16 Card. Robert Sarah con Nicolas Diat, Dios o nada,
Edic. Palabra, 2015, 2º Edic., p. 335.
17 Idem.