LA DESNATURALIZACIÓN DE LA SANTA MISA. (por Pbro. Jorge Luis Hidalgo)



Celebramos en la solemnidad de Corpus Christi, la presencia verdadera, real y sustancial de nuestro Señor Jesucristo en la Hostia Consagrada.
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Hoy debemos conservar y defender su presencia real, y conservar su ambiente de sacralidad, para no desnaturalizar su realidad, frente a aquellos que desean presentarla de otra manera. En particular, ilustraré las palabras de hoy con el reciente libro del Cardenal Robert Sarah, “Dios o nada”, actual Prefecto para el Culto y la Disciplina de los Sacramentos.
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Dios le dijo, en efecto a Moisés, que “todo debía realizarlo conforme al modelo que te fue presentado en la montaña(Ex). Es decir, que el culto de Dios, antes el veterotestamentario, y hoy el de la Nueva Alianza con mayor razón, debe ser celebrado conforme al ejemplo revelado desde lo alto. Este es no sólo la razón de ser del culto divino, sino también de la Iglesia. Por esto dice el Card. Sarah: “La oración siempre es lo primero. Sin la vitalidad de la oración, es inevitable que el motor del sacerdote y de la Iglesia vaya al ralentí. […] La Iglesia está hecha únicamente para adorar y rezar. Si quienes son la sangre y el corazón de la Iglesia no rezan, secarán todo el cuerpo de la institución querida por Cristo. Por eso, los seminaristas, los sacerdotes y los obispos tienen obligación de mantener una relación personal con Dios(1).
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La vida contemplativa, de expectación del misterio, debe tener la primacía en la Iglesia. Como dice el Card. guineano: “La Liturgia es la puerta de nuestra unión con Dios mediante nuestra unión con Jesús. Nos prepara para la liturgia celestial que nos permitirá contemplar a Dios sin velos, cara a cara, para amarle eternamente. En la Liturgia experimentamos la manifestación y la presencia operativa de Jesucristo si el sacerdote entra plenamente en el misterio pascual, que se celebra con fe, piedad y belleza en la sagrada Eucaristía(2).
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Hoy, por el contrario, se subordina lo santo a lo profano. Se desea la Misa “más divertida”, se hacen misas “para niños”, “para jóvenes”, “para neocatecumenales”, como si el santo sacrificio estuviera al servicio de los caprichos de las personas. Frente a estas concepciones, el Card. Sarah nos recuerda: “Nuestra referencia debería ser únicamente Dios. No obstante, existe un gran malestar. En cuanto a algunas cuestiones internas de la Iglesia, tenemos concepciones distintas de la Liturgia que llegan incluso a suscitar el rechazo mutuo y la hostilidad, cuando no una guerra fría. No obstante, si de lo que se trata es de rendir culto a Dios, deberíamos estar especialmente unidos(3).
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Estas dificultades en la celebración de la santa Misa se deben a la mundanización de la Iglesia. En concreto, son dos los peligros que nos amenazan.
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El primero de ellos es colocar lo sagrado al servicio de lo profano, cuando en realidad lo temporal debe quedar santificado por lo eterno. Como dice el Card. Sarah: “La Liturgia es un momento en el que Dios, por amor, desea estar en profunda unión con los hombres. Si vivimos de verdad esos instantes sagrados, podremos encontrar a Dios. No caigamos en la trampa de querer reducir la Liturgia a un mero lugar de convivencia fraterna. En esta vida hay muchos otros sitios donde reunirse. La Misa no es un espacio en el que los hombres se encuentran en un trivial espíritu de fe. La Liturgia es una gran puerta que nos permite salir simbólicamente de entre los muros de este mundo. Hay que plantearse la Misa con dignidad, belleza y respeto. La celebración de la Eucaristía requiere ante todo un gran silencio, un silencio habitado por Dios(4). Luego el Cardenal explica la importancia de las vestiduras sagradas y los objetos litúrgicos. A ello podríamos agregarle el uso de una lengua sacra, tal como es el latín, que, al no ser un lenguaje corriente, impide que la fe se deforme en el tiempo, porque, como reza el antiguo axioma teológico “lex orandi, lex credendi”.
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En definitiva, lo que sucede es que la dictadura del relativismo, denunciada por el Card. Ratzinger antes de convertirse en Sumo Pontífice, es la que trastoca el sentido más profundo de la Misa. Así lo dice el mismo Card. Sarah: “Si se despoja a la Liturgia de su carácter sagrado, se convierte en una especie de espacio profano. Nuestra época busca intensamente lo sagrado; pero, debido a una especie de dictadura del subjetivismo, al hombre le gustaría relegar lo sagrado al espacio profano. El mejor ejemplo de ello es crear nuevas liturgias, fruto de experimentos más o menos artísticos, que no permiten ningún encuentro con Dios(5).
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El segundo peligro que existe, menos frecuente en la actualidad pero no por ello menos peligroso, es creer que por la simple adhesión a las formas antiguas uno agrada a Dios. También el Card. Sarah nos advierte de ese segundo peligro: “Por encima del rito, Dios busca ante todo el corazón de los hombres. En la Liturgia, Jesús nos entrega su Cuerpo y su Sangre para configurarnos con Él y hacer que nos convirtamos en un solo ser. Nos convertimos en Cristo y su Sangre nos hace consanguíneos, hombres y mujeres inmersos en su amor, habitados por la Trinidad Santa. Nos hacemos una sola familia: la familia de Dios. El hombre que respeta los antiguos ritos de la Iglesia y no está en el amor se pierde. Yo creo que esa es la situación en la que se encuentran los defensores más extremistas de las distintas escuelas litúrgicas(6).
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En definitiva, aunque ambos errores aparezcan opuestos en su superficialidad, en lo más profundo tienen la misma raíz. Sigue diciendo el Card. Sarah: “El ritualismo estrecho, casi integrista, o la deconstrucción del rito de tipo modernista pueden impedir la auténtica búsqueda del amor de Dios. No cabe duda de que ese amor nace y crece en el respeto de las formas; pero las crispaciones llevan antes o después a la nada(7). Porque la presencia real de Jesucristo en la Hostia se da para aumentar nuestra caridad. Por eso se lo llama “sacramento de la caridad, que es el vínculo de la perfección (Col. III, 14)”, como dice Santo Tomás (8) y nos recuerda el Papa Benedicto XVI, dado que en él se nos revela “el amor infinito de Dios por cada hombre(9).
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En suma, hay una lucha a muerte entre el mundo desacralizado, sobre todo en Occidente, que puede ser curado con la gracia de los Sacramentos, y la Iglesia, que corre el riesgo de desnaturalizarse ella misma al perder aquello que la mantiene firme frente a las tentaciones mundanas. Como dice el Cardenal africano: “Las sociedades occidentales se organizan y viven como si Dios no existiera. En muchos casos, hasta los propios cristianos se han instalado en una apostasía silenciosa. […] Ante este abismo existencial, a la Iglesia sólo le queda una posibilidad: irradiar únicamente a Cristo, su gloria y su esperanza. Debe profundizar incesantemente en la gracia de los Sacramentos, que son la manifestación y la prolongación de la presencia salvífica de Dios en medio de nosotros. Sólo bajo esta condición podrá Dios volver a ocupar su lugar(10). Esta mundanización lleva a no buscar sinceramente la santidad. Como sigue diciendo el prelado: “El descenso del número de sacerdotes, los déficits en su compromiso misionero y una inquietante falta de vida interior –carente de vida de oración y de frecuencia de Sacramentos– pueden llevar a privar a los fieles cristianos de las fuentes de las que deben beber(11).
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Si la Iglesia, y en particular el culto de Dios, no se distinguen del mundo, entonces éste engullirá todo lo sagrado, trastocándolo de raíz. Es lo que nos anuncia el profeta Daniel que ocurrirá en los últimos tiempos: “Sus tropas vendrán y profanarán el Santuario de la Fortaleza; harán cesar el sacrificio perpetuo y pondrán allí la abominación del devastador. Por medio de halagos inducirá a la apostasía a los violadores de la Alianza, pero el pueblo que conoce a su Dios se mantendrá firme y activo. Los sabios del pueblo instruirán a muchos; pero caerán por un tiempo, víctimas de la espada, de las llamas, del cautiverio y del saqueo. Al ser abatidos tendrán un pequeño socorro, y muchos se unirán a ellos hipócritamente. Por eso algunos de los sabios tropezarán, para que sean probados y purificados y blanqueados hasta el tiempo del fin(Dn. XI, 31-35) (12). La abolición del sacrificio perpetuo es la prohibición de celebrar válidamente la santa Misa.
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Así lo enseñan los Padres de la Iglesia. Dice san Ireneo: “Esto es lo que el Anticristo hará cuando reine: trasladará su reino a Jerusalén y se asentará en el templo de Dios, seduciendo a aquellos que lo adoran como a Cristo(13). Y san Juan Crisóstomo dice: “Él [el Anticristo] abolirá todos los dioses, y pedirá que los hombres le rindan culto a él en lugar de Dios. Él se sentará en el templo de Dios, no en el de Jerusalén solo, sino en el de cada iglesia(14).
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Los errores modernos hacia ello tienden. El “pseudo derecho” de que todos comulguen, sin necesidad de estar en gracia de Dios, es un anticipo de lo que se vendrá. Dice santo Tomás: “Así dice Orígenes que como la palabra del Evangelio es divulgada antes de su llegada, así la falsa doctrina es divulgada antes de la venida del Anticristo; y del mismo modo que Cristo tuvo sus profetas, así también el Anticristo. […] Entonces será la gran tribulación, que será la perversión de la doctrina cristiana por otra falsa(15).
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Haciéndose eco de esta tradición católica, dice el Card. Sarah: “El Motu proprio Summorum Pontificum intenta reconciliar las dos formas del rito romano y pretende ante todo ayudarnos a redescubrir la sacralidad de la santa Misa como actio Dei y no de los hombres. De este modo aborda un aspecto sumamente importante: el problema de una indisciplina extendida, la falta de respeto y de fidelidad al rito, que puede afectar incluso a la validez de los Sacramentos(16). Si puede afectar incluso a la validez de los Sacramentos, Cristo puede no estar presente en la Hostia Consagrada. Y a continuación aclara, frente a la pregunta de aquellos que se inquietan acerca de la crisis que vivimos en la Liturgia de la Iglesia: “Desgraciadamente, creo que tienen razón en inquietarse y temer lo peor… Resulta cada vez más evidente que el hombre pretende ocupar el lugar de Dios. Entonces la Liturgia se convierte en un mero juego humano. Si las celebraciones litúrgicas pasan a ser autocelebraciones humanas y lugares de aplicación de nuestras ideologías pastorales y de opciones políticas partidistas, ajenas a un culto espiritual que se debe celebrar del modo querido por Dios, el peligro es enorme. Porque, en ese caso, Dios desaparece (17). Si Dios desaparece no está más presente en la Eucaristía. Quien ocupa el lugar de Cristo es el Anticristo, o quienes, a sabiendas o veladamente, anticipan su llegada, dado que él también tiene emisarios. Esto es temer lo peor. Y hacia esto nos encaminamos peligrosamente.
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Pidámosle al Señor ser parte del obstáculo que impide la manifestación del Anticristo. Que podamos conservar la sacralidad de la santa Misa. Que san Miguel Arcángel retenga al Príncipe de las tinieblas. Que nos unamos en la defensa de lo sagrado. Que luchemos por ello con toda nuestra alma. Que no dejemos que los derechos de Dios sean mancillados por la pseudo religión del hombre. Que el culto divino se conserve puro hasta las últimas consecuencias. Pero que esto no nos haga olvidar que lo esencial es la caridad, el que vivamos en gracia de Dios y crezcamos en el amor a Dios y a nuestro prójimo (también a los enemigos y a los falsos hermanos, como enseña san Pablo). Que nuestro grito sea como el de san Benito: “Dios y todas las cosas”. O como el del Card. Robert Sarah: “Dios o nada”.
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1 Card. Robert Sarah con Nicolas Diat, Dios o nada, Edic. Palabra, 2015, 2º Edic., p. 134-135.
2 Idem, p. 333.
3 Idem, p. 137.
4 Idem, p. 147-148.
5 Idem, p. 148.
6 Idem, p. 149.
7 Idem, p. 149.
8 S. Th. III, 73, 3, ad 3.
9 Benedicto XVI, Exh. Apost. Sacramentum Caritatis, n. 1.
10 Card. Robert Sarah con Nicolas Diat, Dios o nada, Edic. Palabra, 2015, 2º Edic., p. 129-130.
11 Idem, p. 133.
12 Ver también Daniel 8, 9-14; 9, 26-27; 12, 11.
13 San Ireneo, Adversus Haereses, L. IV, c. 25, 4.
14 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre la segunda Carta a los Tesalonicenses, 3.
15 Santo Tomás, in Mt. 24, lec. 2 (n. 74).
16 Card. Robert Sarah con Nicolas Diat, Dios o nada, Edic. Palabra, 2015, 2º Edic., p. 335.
17 Idem.

MUJER SACERDOTE ¿ES POSIBLE? ¿DIGNIFICA A LA MUJER? (por Prof. Andrea Greco)



Con motivo de la noticia de que se estudiaría la posibilidad de estudiar el acceso de la mujer al diaconado, primer grado del sacerdocio sobre lo cual sí ha sido estudiado el papel de las diaconisas de la Sagrada Escritura, hace algunos años, cuando la iglesia anglicana admitió a la mujer en las órdenes sagradas estudio que concluyó en una Carta Apostólica sobre el tema OrdinatioSacerdotalis. Parece oportuno traer a nuestra memoria unas páginas escritas por una mujer, Gertrud von le Fort, que tal vez puedan ayudar a comprender la magnitud del problema.
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En su libro La mujer eterna, la autora escribe:
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Cada mujer es hija de María; por tanto, junto al portador de la paternidad espiritual, testimonio del sacerdocio espiritual del hombre, tenernos en la Iglesia la misión religiosa de la mujer, su apostolado, que es una misión maternal. En éste se cumplen para la mujer las palabras del Salvador, no sólo en el sentido supremo y más elevado, sino en sentido auténtico y propio: «El que acogiere a un niño en nombre mío, a mí me acoge». La vida de la Iglesia como vida religiosa es la vida de Cristo naciente en las almas. Así como la figura del globo terrestre se reproduce como forma sagrada en la cúpula de una catedral, aquí la idea religiosa toma la forma primitiva para realzarla. Vimos el amor misericordioso de la mujer maternal, que, llevado por la necesidad de protección y cuidado del propio hijo, se extiende a la maternidad universal. Esta maternidad universal la vemos elevada al más alto servicio de Cristo naciente en las almas. Al rayo de la corona de la «Madre de Misericordia» corresponde un rayo de la corona de la «Madre de la divina Gracia».
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La mujer como madre no fue distinguida con ningún gran acto de consagración, ni su apostolado tampoco. El apostolado de la mujer constituye sólo una parte del apostolado laico cuyo representante es todo cristiano. La madre nunca se consuma en sí misma, sino en el hijo. También aquí el gran sacramento se vierte sobre el hijo, no en la madre; pero precisamente por esto la misión de la mujer en la Iglesia se relaciona con la esencia de la Iglesia, constituye una parte de esta esencia. La Iglesia misma considerada como madre es un principio cooperante; el que obra en ella es Cristo.
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Este es el profundo motivo por el cual la Iglesia no pudo confiar nunca el sacerdocio a la mujer: es el mismo motivo que determinó a San Pablo a exigir que la mujer se cubriera con el velo en los oficios divinos. La Iglesia no podía dejar el sacerdocio en manos de la mujer, pues con ello hubiera destruido el verdadero significado de la mujer en la Iglesia; hubiera destruido una parte de su propia esencia, aquella cuya representación simbólica confió a la mujer. La exigencia de San Pablo no representaba una costumbre motivada por circunstancias de la época, sino que representa la exigencia de la Iglesia supratemporal impuesta a la mujer intemporal por su significado religioso.
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Igual que el nacimiento natural, el nacimiento religioso en el fondo también está velado. También la Iglesia puede decir las palabras que Dios manifestó a Moisés: «Yo haré pasar ante ti toda mi gloria y publicaré ante ti el nombre del Señor. A quien doy mi gracia, a él doy mi gracia; para el que soy misericordioso, para éste soy misericordioso. Pero nadie puede contemplar mi rostro». La vida propiamente anímica de la Iglesia está oculta. De ahí el error indefectible de todos aquellos que creen poder apreciar o juzgar la vida religiosa de la Iglesia por su exterior, una sinrazón sólo comparable a aquella que exigiera del bisturí seccionador del médico el hallazgo del alma en el cuerpo. Decíamos que en la misión maternal de su apostolado la mujer se relaciona íntimamente con la esencia de la Iglesia, es decir, se relaciona con su esencia oculta. El apostolado de la mujer en la Iglesia es en primer lugar el apostolado del silencio; en el centro de lo verdaderamente sagrado necesariamente es donde más intensose acentúa el carácter religioso de la mujer. El apostolado del silencio significa que la mujer está llamada, sobre todo, a representar la vida oculta de Cristo en la Iglesia; así, pues, como portadora de su misión religiosa en la Iglesia, es hija de María.
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Con ello se ha señalado el apostolado de la mujer en toda su profundidad. Sólo una época extraviada, tanto en lo religioso como en lo natural, como lo fue la última en tantos aspectos, pudo ver en la esencia de este apostolado un menosprecio de la mujer; error que nunca debió ser combatido con el débil consuelo de que la mujer, alguna que otra vez, había hablado y obrado en la Iglesia, pues no lo ha hecho jamás en el verdadero ámbito sagrado del sacerdocio. La directa misión carismática que en distintos casos, como en Santa Catalina de Siena, rompió el silencio de la mujer en la Iglesia, se cumple sólo en la línea extraordinaria, no constituye la regla. Y la regla significa aquí que también en la Iglesia el verdadero seno materno de todas las cosas está oculto.
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(…) «el hombre es sacerdote, pero a la mujer le fue dado el sacrificio» (Paul Claudel). Aquí el misterio de la maternidad religiosa roza el misterio sacerdotal de la transubstanciación”.
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Como ha señalado Ratzinger en Informe sobre la fe detrás de estas posturas hay una trivialización de la sexualidad: “significa que el sexo se mira como una simple función que puede intercambiarse a voluntad”. Por lo tanto, aunque en apariencia estas posturas significarían una dignificación y una elevación de la mujer, en realidad son un ataque más a la esencia y verdadera misión de la mujer.  En un mundo que niega el misterio de la maternidad es claro que no se entienda el misterio de la mujer y su vinculación al sacrificio que es su verdadera relación con el misterio de la transubstanciación.